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Consideraciones

ALGUNAS CONSIDERACIONES BÁSICAS SOBRE

EL MATRIMONIO

 

            Hemos de empezar aquí. No te saltes esta par­te primera. No hay manera de considerar el divorcio —la disolución del matrimonio—, o el nue­vo casamiento después del divorcio, hasta que se han establecido algunos hechos esenciales bíbli­cos sobre el matrimonio mismo. Con demasiada frecuencia, los que discuten sobre problemas rela­cionados con el divorcio entienden mal (e inter­pretan mal) los datos bíblicos precisamente por­que no han dedicado el tiempo necesario a desa­rrollar un punto de vista bíblico del matrimonio. El esmerarse en hacerlo es vital: los dos se sostie­nen juntos o se caen juntos.

            No voy a considerar el matrimonio en profun­didad, sino sólo los aspectos del tema que son ab­solutamente esenciales para conseguir una posi­ción debidamente escritural sobre el divorcio y el nuevo casamiento. En este libro, pues, el énfasis será sobre estos dos puntos. El estudio del matri­monio es la ruta al estudio del divorcio.

            Como el divorcio es la disolución del matrimo­nio («separar lo que Dios juntó»), es necesario que descubramos y comprendamos claramente qué es lo que el divorcio disuelve y por qué.

            Algunos, por ejemplo, hablan como si el divor­cio no disolviera necesariamente el matrimonio. Hablan como si las personas divorciadas estuvie­ran «todavía casadas a la vista de Dios». ¿Es vá­lido este concepto? El lenguaje no es bíblico; ¿lo es la idea? Si lo es, ¿por qué se opone Cristo a «se­parar» lo que no se puede separar?

            O, dicho de otro modo, ¿pone fin realmente el divorcio al matrimonio, no sólo legalmente, sino también delante del Señor? Sólo si es así puede ser considerada la advertencia de Cristo directa­mente como una advertencia contra el cometer un acto que no deberíamos cometer.

            La cuestión no es meramente académica; la resolución del problema tiene varias e importan­tísimas implicaciones prácticas para la vida. Y no se pueden evitar en ningún modo de pensar cris­tiano. Pero para resolver el problema contestando la pregunta, uno, primero, ha de saber qué es lo que establece un matrimonio. ¿Cómo se hace un matrimonio? ¿Cuál es su estado delante de Dios?

 

¿Qué es el matrimonio?

 

            En contra de gran parte del pensamiento y la enseñanza contemporánea, el matrimonio no es un arreglo de conveniencia humana. No fue dise­ñado o planeado por el hombre, algo que ocurrió en el curso de la historia humana, como una for­ma conveniente de separar nuestras responsabili­dades respecto a los hijos, etc. En vez de ello, Dios nos dice que Él mismo estableció, instituyó y or­denó el matrimonio al principio de la historia hu­mana (Génesis 2, 3).

            Dios diseñó el matrimonio como el elemento fundacional de toda la sociedad humana. Antes de que existieran la Iglesia, la escuela, los nego­cios (hablando formalmente), Dios instituyó for­malmente el matrimonio, al declarar: «Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne.»[1] Es importante enseñar esto a los jóvenes.

            Si el matrimonio fuera de origen humano, en­tonces los seres humanos tendrían derecho a des­cartarlo. Pero como fue Dios el que instituyó el matrimonio, sólo Él tiene derecho a eliminarlo. Él nos ha dicho que el matrimonio no dejará de ser hasta la vida venidera (Marcos 12:25; Lucas 17:26, 27). Y el matrimonio no puede ser regulado según el capricho humano. El matrimonio como institución (que incluye los matrimonios indivi­duales, naturalmente) está sujeto a las reglas esti­puladas por Dios. Si Él no hubiera dicho nada más sobre el matrimonio después de establecerlo, nosotros mismos habríamos tenido que fijar sus reglas por nuestra cuenta. Pero Él no nos dejó a oscuras; Dios ha revelado su voluntad sobre el matrimonio en las páginas de la Biblia. Los indi­viduos pueden casarse, divorciarse y volverse a casar sólo cuando puedan hacerlo sin pecar. Por tanto, hemos de estudiar los principios bíblicos para el matrimonio y respetarlos. Ni un individuo particular ni el Estado tienen autoridad para de­cidir quién puede casarse (o divorciarse) y bajo qué condiciones. El Estado ha recibido como en­comienda el guardar registros ordenados, etc., pero no el derecho (ni la competencia) de decidir las reglas del matrimonio y el divorcio; esto es prerrogativa de Dios. Él ha revelado su voluntad sobre estos asuntos en las Escrituras, que son ex­plicadas y aplicadas por la Iglesia.

            En segundo lugar, el matrimonio es una insti­tución fundacional. Hemos visto que fue la prime­ra en ser instituida formalmente como una esfera de la sociedad humana. La sociedad misma en todas sus formas depende del matrimonio. El ata­que al matrimonio que contemplamos hoy es, en realidad, un ataque a la sociedad (y a Dios, que edificó la sociedad sobre el matrimonio). El ma­trimonio es, además, el fundamento sobre el cual descansa la Iglesia, como sociedad especial de Dios. Esta comunidad pactada es debilitada cuan­do la «casa» u «hogar» es debilitado. (El concepto de «casa» en las Escrituras es de la unidad más pequeña de la sociedad. Es un grupo de personas que viven bajo el mismo techo, bajo una cabeza humana, y es una unidad separada que toma de­cisiones.) Esta «casa» (concepto equivalente al nuestro de «familia», pero más rico) es una uni­dad con la cual Dios trata realmente como a uni­dad.[2] Por tanto, el ataque contra el matrimonio (alrededor del cual se forma «la casa») es un ata­que a la sub-unidad básica de la Iglesia.

Por todas estas razones, un ataque a la familia no es una cosa baladí, ya que constituye un ata­que al orden de Dios en el mundo y a su Iglesia.

            En tercer lugar, un matrimonio no es lo que la teología católico-romana y muchos protestantes (equivocadamente) han pensado: una institución designada para la propagación de la raza huma­na. Si bien Dios ha ordenado («Creced y multipli­caos»), y sólo dentro del matrimonio la procrea­ción no es el rasgo fundamental del matrimonio.

            El defender, como hacen algunos, que el ma­trimonio per se es biológicamente necesario para la procreación es una tontería y sólo da lugar a confusión. En particular, este modo de pensar confunde y mezcla el matrimonio con el aparea­miento. La raza humana (como los ratones y las cabras) podría propagarse de modo adecuado, al margen del matrimonio, por medio del simple apareamiento. En algunos segmentos subliminales de la sociedad en que hay matrimonios muy débi­les, si es que existen, el crecimiento por aparea­miento es enorme, al margen, pues, del matrimo­nio.

            No, el matrimonio es algo más que el aparea­miento. Si bien el matrimonio incluye el aparea­miento, éste es sólo uno de sus deberes, y no hay que identificar a los dos. El reducir el matrimonio a un apareamiento legalizado, responsable, por tanto, es un error con serias consecuencias. La propagación de la raza es un propósito secunda­rio del matrimonio, no el propósito principal. Los seres humanos serían, quizás, incluso más prolíficos si no existiera la institución matrimonial.

            En cuarto lugar, es importante entender que el matrimonio no se ha de hacer equivalente a las relaciones sexuales. Una unión sexual no ha de ser igualada a la unión matrimonial[3] (como creen algunos que estudian la Biblia de modo descuida­do). El matrimonio es una unión que implica unión sexual como obligación central y placer (1.a Corintios 7:3-5), es verdad, pero la unión sexual no implica por necesidad matrimonio. El matri­monio es diferente de la unión sexual; es mayor, e incluye la unión sexual (como también incluye la obligación de propagar la raza), pero las dos no son lo mismo.

            Si el matrimonio y la unión sexual fueran la misma cosa, la Biblia no podría hablar de relacio­nes sexuales ilícitas; en vez de ello (al referirse a la fornicación) hablaría de matrimonio informal. El adulterio no sería adulterio, sino bigamia (o poligamia) informal. Pero la Biblia habla de peca­do sexual fuera del matrimonio y no de la menor base a la noción de que el adulterio sea bigamia. En toda la Biblia se habla del matrimonio en sí como algo distinto de la unión sexual (lícita o ilí­cita). Las palabras «matrimonio» y «fornicación» (pomeia, que significa cualquier pecado sexual, todo pecado sexual)[4] no pueden ser identificadas.

            Aunque puede ser fácil en lo abstracto el acep­tar este hecho, que las relaciones sexuales no constituyen el matrimonio, cuando llegamos al asunto del divorcio, hallamos con frecuencia a muchos que hablan de modo distinto. Algunos dicen erróneamente que el adulterio disuelve el matrimonio porque hace un nuevo matrimonio.[5]

            Pero esto no es verdad tampoco, hablando bí­blicamente. Algunos dicen: «Bueno, queda disuel­to a la vista de Dios.» Pero este modo de hablar (y la idea subyacente en el mismo) tampoco tiene apoyo bíblico. La noción de que el matrimonio empieza en la luna de miel, cuando tienen lugar las primeras relaciones sexuales, y no cuando se toman los votos, es totalmente extraña a las Es­crituras. En este supuesto el pastor diría una mentira cuando dice: «Declaro que sois marido y mujer.» Al contrario, el matrimonio queda consu­mado cuando un hombre y una mujer hacen votos solemnes ante Dios y entran en una relación de pacto. El ministro que oficia en la boda está di­ciendo la verdad.

            El matrimonio autoriza las relaciones sexua­les. La luna de miel es propia y santa (Hebreos 13:4) sólo porque la pareja ya está casada. Y el adulterio, más tarde, aunque ejerce una tremenda presión sobre el matrimonio, no lo disuelve. Las relaciones sexuales per se no hacen el matrimonio y no disuelven el matrimonio.

            El divorcio, al seguir al adulterio como una de sus consecuencias, por tanto, no es meramente un reconocimiento externo y una formalización de una realidad interna, sino un nuevo paso más allá del adulterio, (y que no es necesario como resul­tado del mismo). No es apropiado volver a casar a una pareja casada si un cónyuge concede perdón por el adulterio del otro y los dos deciden seguir viviendo juntos. Todavía siguen casados; el per­dón solo basta.[6]

            Este punto —que las relaciones sexuales no constituyen un matrimonio— es absolutamente esencial para la comprensión apropiada del ma­trimonio, el divorcio y el nuevo casamiento. El matrimonio es mayor y distinto que la relación sexual, aunque la incluye. No es ni constituido ni disuelto por las relaciones sexuales.

            Si el matrimonio no ha de ser equiparado a la unión sexual o a la propagación de la raza, hemos de buscar la esencia del matrimonio en otro pun­to.[7] ¿Qué es el matrimonio?, preguntamos otra vez. La respuesta a esta pregunta tan importante la hallaremos y discutiremos en el capítulo próximo.

 



[1] Génesis 2:24. Es evidente que en un sentido no for­mal, la Iglesia, el trabajo, la educación, etc., estaban todos presentes desde el principio. Pero sólo el matrimonio fue es­tablecido como una institución ya en el jardín del Edén

[2] De la misma manera que Dios trata con individuos, naciones, iglesias, congregaciones, Él también trata con «casas». Véanse Génesis 7:1; 19:12-14; Josué 2:19; 6:23; Deu-teronomio 11:6; Hechos 16:31; Juan 4:53; Hechos 10:2; 18:8. Según Josué 7:14 Dios dividió a la nación en tribus, casas e individuos. La palabra «casa» es usada como edificio físico, el templo y el tabernáculo, la iglesia (1.a Timoteo 3:5), un li­naje familiar (tribu: Mateo 10:6; Lucas 2:4) y familias indivi­duales (Marcos 6:4; Hechos 7:10; 16:31). Una «casa» incluía a todos los que vivían bajo el techo (y, por tanto, bajo la au­toridad de la cabeza) de la casa. Esto incluía a los esclavos, parientes, etc. En el caso de David (Salmo 101:2) era su pa­lacio, y todos los que vivían en él. Pero podía ser tan pequeña como una pareja casada viviendo sola.

 

[3] Ver Éxodo 22:16, 17. Es evidente que si tenían que ser casados, luego no estaban casados antes; y si el padre rehu­saba, no se casaban nunca

[4] Este punto será discutido en mayor profundidad más adelante.

[5] Si  el adulterio disolviera un matrimonio,  Dios  no podría llamar a los israelitas adúlteros, «...siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto» (Malaquías 2:14), porque después del adulterio ya no sería ni una cosa ni otra, y Él no se referiría al pacto, como hace aquí.

 

 

[6] Como es natural, cuando digo «perdón», una palabra, se entiende que va incluido el arrepentimiento y la obtención del perdón de Dios y del cónyuge.

[7] Para una amplicacion de ese punto ver mi libro Mas que Redención.

 


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